Jeremias
Está escrito en un hebreo muy complejo y poético (aparte de el versículo 10:11, curiosamente escrito en arameo bíblico). Ha llegado en dos versiones
distintas, aunque relacionadas: una en hebreo, la otra conocida desde una traducción griega. El Libro de Jeremías registra las profecías finales a Judá,
advirtiéndoles de la destrucción por venir, si la nación no se arrepiente. Jeremías hace un llamado a la nación para volverse a Dios. Al mismo tiempo,
Jeremías reconoce la inevitable destrucción de Judá, debido a su no arrepentida idolatría e inmoralidad.
CAPITULOS BIBLICOS DEL LIBRO DE JEREMIAS
Jeremias
¿Quien fue Jeremias?
Entre las grandes figuras del Antiguo Testamento, ninguna tiene una personalidad tan atrayente y conmovedora como JEREMIAS. Los demás profetas nos han dejado un mensaje, sin decirnos nada, o muy poco, acerca de sí mismos. Él, en cambio, nos abre su alma en varios poemas de una sinceridad estremecedora, que nos hacen penetrar en el drama de su existencia. Jeremías era miembro de una familia sacerdotal de Anatot, un pequeño pueblo de la tribu de Benjamín, situado a unos pocos kilómetros al norte de Jerusalén.
Nació poco más de un siglo después de Isaías, y todavía era muy joven cuando el Señor lo llamó a ejercer el ministerio profético. En los primeros años de su actividad profética, sus esfuerzos están dirigidos a “desarraigar” el pecado en todas sus formas. Bajo la influencia de Oseas, su gran predecesor en el reino del Norte, Jeremias insiste en que la Alianza es una relación de amor entre el Señor e Israel. Si el pueblo no mantiene su compromiso de fidelidad, el Señor lo rechazará como a una esposa adúltera. Pero sus invectivas violentas y sus anuncios sombríos se pierden en el vacío. Entonces Jeremias se rinde ante la evidencia. El pueblo entero está irremediablemente pervertido. El pecado de Judá está grabado con un buril de diamante en las tablas de su corazón. Un profeta puede traer a los hombres una palabra nueva, pero no puede darles un corazón nuevo. Jeremias vio confirmada esta dolorosa experiencia en los años que precedieron a la caída de Jerusalén. Desde el 605 a. C., Nabucodonosor, rey de Babilonia, impone su hegemonía en Palestina.
Frente a este hecho, los grupos dirigentes de Judá no saben a qué atenerse. La gran mayoría es partidaria de la resistencia armada, con el apoyo de Egipto, aun a riesgo de perderlo todo. Una pequeña minoría, por el contrario, propicia el sometimiento a Babilonia, con la esperanza de poder sobrevivir y de mantener una cierta autonomía bajo la tutela del poderoso Imperio babilónico. Muy a pesar suyo, Jeremías se ve comprometido en estos debates. Su posición no ofrece lugar a dudas: es preciso reconocer la supremacía de Nabucodonosor, no por razones políticas, sino porque el Señor lo ha elegido como instrumento para castigar los pecados de Judá.
Una vez que haya cumplido esta misión, también él tendrá que dar cuenta al Señor, que rige el destino de los pueblos y realiza sus designios a través de ellos. Sin embargo, las palabras de Jeremías no encontraron ningún eco entre los partidarios de la rebelión, y en el 587 sobrevino la catástrofe final,
tantas veces anunciada por el profeta: Jerusalén fue arrasada por las tropas de Nabucodonosor y una buena parte de la población de Judá tuvo que emprender el camino del destierro.
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